Destino, Año XXXIV, No. 1795, 26 de febrer de 1972, pàgines 44-45.
Un article de Miquel Porter Moix dedicat al Marcel·lí Monrós:
Un article de Miquel Porter Moix dedicat al Marcel·lí Monrós:
"Una extraordinaria lección
Para quienes, con frecuencia, hemos de trasladarnos de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad a fin de cuidar de presentaciones, comentarios y coloquios en los respectivos cineclubs, la fatiga física, las horas de sueño reducidas a un mínimo, las dificultades administrativas a todos los niveles y ciertas formas más o menos directas de la incomprensión o de la intolerancia humana son los enemigos más directos. El hacerse viajante de la cultura del mismo modo que existen viajantes del comercio no es en verdad tarea fácil y no la recomendaríamos más que a quienes partiesen de unas posiciones vocacionales muy concretas. Frecuente es el tener la sensación de que se ha trabajado para nada o que el aprovechamiento de una sesión se ha reducido a aflorar en algunas personas contadas unos resultados mínimos.
Pero al mismo tiempo, todo hay que decirlo, no cabe duda de que este casi continuo viajar entraña, a la par que dificultades y aun sinsabores, satisfacciones extraordinarias y un cierto tipo de enriquecimiento cuando, a través y gracias al cine, se establecen conocimientos geográficos, intelectivos y, sobre todo, relaciones humanas del más alto valor que uno no habría tenido ocasión de alcanzar de haber restado sentado en el cómodo sillón del crítico establecido. Todo ello viene a cuenta de que en estos días el «cintero» se halla apenado por un hecho luctuoso que, ultra las significaciones personales e intransferibles, quiere llevar aquí por encontrarla extraordinariamente ejemplar. Es ello la muerte de Marcelí Monros, el hasta ahora animador del cineclub de Navarcles.
Ocurre a veces que al conocer a una persona se tiene la sensación de que tal conocimiento se había producido ya antes y que la amistad preexistía al momento del primer encuentro físico. Algo de ello nos sucedía con Marcelí Monros. Pero además había en nosotros una profunda, una tremenda y respetuosa admiración por un hombre que, sabiéndose marcado por la muerte desde su.infancia, sabiendo que el fallo cardíaco había de ser inevitablemente temprano, en vez de sentirse por ello impelido al retiro, a una egoísta posición de autotodisfrute, nuestro amigo luchaba no sólo por él sino, sobre todo, por toda una población. Marcelí Monros ha sido un ser particular aquejado por una enfermedad incurable, pero, al mismo tiempo, ha sido durante los años de su demasiado corta vida, el alma de un grupo humano.
Desde su difícil posición física y a pesar de ella, gracias a su entusiasmo, las gentes de Navarcles tenían a su disposición libros y revistas inteligentemente escogidos, tuvieron ocasión de seguir cursos de fotografía y de pintura... Todo cuanto había de activo en la vida intelectiva y artística de la población pasaba por el meridiano de esta personalidad extraordinaria.
Los lectores que encuentran normal el poder subir o bajar una escalera, el andar varios kilómetros sin notar cansancio difícilmente pueden valorar el sobrehumano esfuerzo creativo de alguien que no puede hacer otro tanto y que en cambio, mientras ellos se quedan —pasivos y pasmados— ante la televisión o quietamente reducidos a su lugar de trabajo habitual, el nombre condenado a un cuidado continuo y a sentirse compañero continuo de la muerte usaba de la astucia, de la inteligencia, de la sensibilidad, de la voluntad y energías necesarias para contrarrestar el tedio o la negatividad de aquellos que estaban en mejores condiciones que él para organizar, trabajar y gozar.
Ocurre a veces que el cine se muestra verdadero maestro de la vida. Asi, en estos días en que se está proyectando «Ikiru», para quienes conocimos a Marcelí la cinta es algo más que una invención de un cineasta humanista más o menos aceptable o más o menos perfecta: es el reconocimiento profundo de una personalidad que ha existido. Esta gran verdad de que el ser condenado resulta a la postre el más valiente, honrado y activo, en el quehacer del cual debieran mirarse los que no tienen sobre si tan directamente levantada la espada de Damocles existe en el film de Kuroshawa pero existe también en la realidad diaria y cercana. Pero, a diferencia del protagonista del film Marcelí sabia desde muy temprana edad lo que inevitablemente tenía que sucederle de ahí que su lúcida posición de hombre activo sea todavía más admirable que la del anciano empleado mostrado por Kuroshawa. Lo que para él era una condena acogida con serenidad pero sin conformismo, para quienes le hemos conocido fue en verdad una suerte: tener ante sí, compartir el pan y el vino, la sal y las lágrimas, las alegrías y los disgustos con un hombre de tal categoría compensa en verdad de tantos temores como nos asaltan a veces en este largo camino que es el vivir.
En los últimos tiempos, como si fuese un signo, Monros había sido operado y parecía que, superadas mecánicamente las dificultades naturales de su aparato cordial, iba a escapar al destino que durante su vivir le había acechado día por día. También como si de un signo se tratase, su interés se había volcado hacia el cine nipón, el más serio y profundo probablemente de todos los cines mundiales. Rodeado de una familia que le era devota hasta el sacrificio, rodeado de amigos para los cuales él era maestro de vida y el orientador seguro, Marcelí Monros se preparaba ahora para dar la batalla desde otro frente, el de la seguridad de un futuro vital. Precisamente en este momento, lo que parecía superado ha vuelto por sus fueros y ha ganado la partida física, y, sin embargo, Marcelí Monros ha vencido a la muerte. Este amigo de todos, este admirador y estudioso del lenguaje fílmico precisamente por lo que tenía de versal, ha desaparecido en lo físico pero ni el grupo humano que con él convivía ni todos cuantos le conocimos seríamos como somos si él no hubiese existido y actuado. Lo que de él nos queda no es tan sólo el recuerdo sino la huella de cuanto nos hizo hacer y, mientras es posible que, con el tiempo, el recuerdo se vuelva borroso, inconexo e irrecuperable como en un film de Resnais, lo actuado es ya irreversible y queda en nosotros.
La lección es sencilla pero fundamental: vencer a la muerte no es cuestión de vivir más sino de vivir realmente transmitiendo vida."