18 de desembre del 2013

Crònica d'un judici contra un lladre de gallines i conills (23-03-1957)

Destino, Año XXI, Núm. 1024, 23 de març de 1957, pàgina 24.

A la secció "La Sala de los Pasos Perdidos":

"POLLO, TODOS LOS DÍAS 
LA Sección Quinta de nuestra Audiencia es la sala de tribunales más elegante y señorial. Concebida en líneas y luces de moderno estilo, mesas de talla recta y suelo de goma escarlata, uno se siente allí como en un paraninfo extranjero. Parece como si se tuviera que resolver en aquel lugar una discusión de la ONU. en lugar de juzgar reos, procesados por causas criminales. 
Este marco adecuado de ambiente se ve aún más asistido con la figura de tres hombres de talla, tres dignos magistrados de nuestra justicia que componen, con su certera labor, el Tribunal de aquella Sección: don Juan Higueras, como presidente y los magistrados don Miguel Montfort v don Antonio Bayona. 
Entre el señorío de los jueces y la elegancia del decorado, el contraste es terrible al oír mencionar repetidas veces en aquella sala palabras tales como gallinero, conejos, corrales y frases parecidas.  
Pero el juicio que se celebra trae por si solo la mención de tales frases. El banquillo de los acusados lo ocupa un hombre de pueblo: un payés, como decimos en Cataluña. Se llama Secundino. Treinta y cinco años, casado v dice ser de profesión jornalero. Ha sido condenado otras veces por hurto de aves de corral.
Secundino es alto y calvo, con un bigote desigual. Tiene los ojos hundidos profundamente, y las cejas espesas y fieras como si fueran viseras. Viste un traje pardo, con camisa azul marino y corbata gris. Contrastan con su calvicie unas largas y agresivas patillas que le hacen parecer más «hombre malo». Destacan en su rostro unas orejas desproporcionalmente grandes.  
El hombre del banquillo, de pie ante el Tribunal, no se expresa precisamente con clásica perfección. No hace falta ser un lince para asegurar que es catalán, pues su acento le delata sobradamente. 
Se acusa a este hombre de haber sembrado el pánico por los corrales del pueblecito de Navarclés y su comarca manresana, durante el mes de marzo del año 1955
—¿Entró usted en un gallinero de Navarclés y se llevó 16 gallinas? — inicia el fiscal, don Adelto Enríquez, su interrogatorio. 
—Sí, si — contesta el procesado con plena convicción. 
—¿Cómo entró? 
—«Era uberto» — quiere decir que estaba abierto el corral y lo dice como si este hecho fuera suficiente para justificar el robo. 
—¿No es más cierto que estaba cercado de alambres y usted los forzó? 
—Era abierto —repite Secundino. 
—¿Qué hizo con las gallinas? —Algunas me las «cumí» por «necesidad» y otras las vendí. 
—¿Y... en otro gallinero de aquel pueblecito robó ocho gallinas y un conejo? — pregunta el fiscal. 
—Estaba abierto —repite el procesado, como si todo quedara justificado. 
—Y luego, en casa de José X. se llevó diez conejos, ¿lo recuerda? 
—Sí, señor. 
—¿Y en un gallinero de San Fructuoso de Bages, robó 12 gallinas? 
—... ¿De San Fructuoso? —pregunta asombrado el del banquillo. 
—Sí, eso es en el Puente de Cabrinas de San Fructuoso — aclara el fiscal. 
—Ah, sí, sí — afirma alegremente Secundino, recordando sin duda alguna el festín que se debió dar. Parece totalmente tranquilizado al ver que le acusan de algo que realmente cometió. Su temor a ser víctima de una injusticia parece evidente 
—En todos estos corrales usted rompió la tela metálica para robar. ¿No es cierto? 
—No, señor. Yo me confieso autor de las sustracciones de aves, pero no de usar la violencia para apoderarme de ellas. 
—Bien. ¿Y por qué robaba gallinas y conejos? 
—Porque no tenía trabajo. Y tenía al chico enfermo y la mujer también. 
—Por lo visto a usted le gusta mucho el pollo —termina por lo bajines con esta consideración el fiscal.
Interroga el defensor: 
—¿Usted pasaba una terrible necesidad y el único móvil que le impulsó a efectuar aquellos robos fué por su estado precario? 
—Sí, señor. Tenia enfermo al chico. Tenia una «bronconeumónica». 
El desfile de testigos resulta realmente pintoresco. Todos son vecinos de Navarclés y ex propietarios de poblados gallineros. 
Doña Rosa, el primero de los testigos, una mujer cuyo rostro refleja bondad, dice: 
—Los «fierros» fueron cortados. Y van «aubrir» el «corralico». 
—¿No ha recuperado nada? — pregunta el fiscal. 
—;Ay!, no, señor, no— dice la testigo. 
—¿Se enteró de quién era el ladrón? 
—Me dijeron que era este señor — asegura doña Rosa, señalando con el dedo a Secundino.  
La siguiente testigo es doña Angela. Otra mujer de aquel pueblo, más anciana que la anterior. 
Antes de que el Tribunal pueda interrogar a la testigo, ésta aclara a grandes voces: 
—«Jo no sento res!...» —y señala su oreja derecha al agente judicial.  
Ante la escena que se pueda desarrollar, el fiscal renuncia rapidísimamente a la testigo. 
Le sigue otro vecino de Navarcles. Es un hombre de 37 años, empleado textil, que tenía un gallinero y le robaron 12 gallinas. El fiscal le pregunta si cabe la posibilidad de que el gallinero suyo, podía haber quedado abierto. Y el testigo contesta con un «No» rotundo. 
Don José es el siguiente testigo. De 50 años, vecino del manresano pueblo, aclara al fiscal que no fueron 10 los conejos que se le llevaron, sino 20. 
—¡Y eran vivos y gordos! — dice el testigo, haciendo grandes ademanes, como si realmente palpara los conejos en la sala. 
Luego explica las características de su gallinero como si trazara un plano de la ciudad. Y termina su declaración añadiendo que halló dos conejos en el suelo, que por lo visto se habían escapado del saco del hombre del banquillo. 
Las pruebas no han resultado precisamente favorables para Secundino, que ha seguido las incidencias del juicio con una actitud abobada. 
El fiscal, en su informe, hace constar que es el primero en lamentar la enfermedad de los familiares del procesado, pero, no obstante, halla ilógico el venir a demostrar alegremente al Tribunal la circunstancia de la necesidad. Acusa a Secundino de haber dado jaque a todos los gallineros de aquella comarca, lo que califica de atentado a la propiedad ajena. Resalta la condición delictiva del procesado al haber roto las telas metálicas de los gallineros para efectuar sus robos. Termina pidiendo una sentencia condenatoria. Solicita que se le imponga al procesado penas que se elevan a 14 años. 
El letrado defensor argumenta el hecho efectuado en unos momentos de desesperación para su patrocinado y destaca que hoy Secundino tiene un trabajo fijo y noble. Suplica a la Sala considere los hechos como hurtos, efectuados en unos momentos de necesidad. 
El juicio se ha dado por terminado y Secundino abandona el banquillo de los acusados y se dirige a los pasillos del Palacio de Justicia. Todas las personas que han declarado le miran insistentemente, clavándole los ojos, como si quisieran recuperar su economía doméstica. De haberlo sabido con anterioridad, todos los testigos hubieran preferido matar ellos las aves y conejos, y comérselos alegremente en animado festín. Sin embargo, los pollos habían pasado hace tiempo por el estómago de Secundino. Ya no había remedio. 
El Tribunal de la Sección Quinta así lo entiende y condena al procesado a una pena por el delito de robo y cuatro arrestos por el delito de faltas.
A pesar de haber transcurrido tanto tiempo es muy probable que el comer pollo todos los días resulte algunas veces indigesto. 
TRÉBOL"