A la secció "La Sala de los Pasos Perdidos":
"En un pueblecito de Manresa
Juicio por homicidio frustrado en la Quinta. Hay expectación desde antes de comenzar. Parece increíble como esta clase de delitos apasiona a la gente. Una multitud de personas de ambos sexos y de edades varias, esperan que el Tribunal abra sus puertas para asistir al desarrollo de un juicio que en la tablilla se anuncia como «homicidio frustrado».
ES mediodía cuando aparece el procesado por los pasillos. Es un vejete de 72 años de edad, muy bajito de estatura y de cara arrugada. Dos personas, familiares sin duda de él, le acompañan, cogiéndole por los brazos y le ayudan a caminar. El anciano, en plena decrepitud, casi no puede sostenerse en pie. Lleva una gabardina bastante deteriorada y se cubre la cabeza con una juvenil e inadecuada gorra a cuadros. Alrededor de su cuello y tapándole las orejas y la boca, va provisto de una imprecisa pieza de lana, de estas que se conocen con el nombre de «pasamontañas». En la calle justifica tan espectacular atuendo, pero quizá lo utiliza, para resguardarse de la humedad del interior del Palacio de Justicia.
La visible casi invalidez del acusado contrasta enormemente con la satisfacción aparente de su expresión. Juan, que así se llama, es un anciano alegre. Su cara tiene miles de arrugas, pero en su misma decrepitud muestra alegría sana y hasta simpática. Sus acompañantes lo han dejado en el banquillo, donde al parecer, el hombre no está muy a gusto, pues se ha levantado inquietamente a los pocos segundos.
La acusación que sobre él recae no es precisamente suave. Aunque está considerado como de buena conducta y sin antecedentes penales, el fiscal dice, que es autor de un delito de homicidio frustado.
Se desprende de los hechos que el simpático anciano tenía resentimientos con un convecino suyo, que por cierto tiene el mismo nombre y apellido, de unos cincuenta años de edad.
El hecho ocurrió el día 23 de junio de 1954, en el pueblo de Navarclés (Manresa). El Juan, acusado, después de haberse provisto de una hoz, esperó en la puerta de su domicilio, sito en el número siete de la calle de San Bartolomé de aquella localidad, a que pasara el otro Juan: la frustada víctima.
Cuando éste último llegó a la altura del domicilio del resentido, éste en forma súbita, con ánimo de homicidio e intención de matar, le agredió con la hoz. Le dio un golpe en la nuca, si bien, por fortuna, al llevar el agredido un saco en la espalda amortiguó el golpe, produciéndole tan sólo dos heridas incisas en la nuca de cuatro centímetros de extensión que interesaron los tegumentos. Juan, el agredido, resultó asimismo con lesiones en la mano izquierda al intentar desviar el arma.
Todas las heridas fueron calificadas de leves y tardó en curar nueve días de las mismas, después de unas aparatosas asistencias facultativas. A pesar de ello, las heridas le impidieron dedicarse a sus ocupaciones habituales — que eran las de labriego — pero se curó una vez transcurridos aquellos días, resultando su cuerpo, sin defecto físico ni deformidad de ninguna clase.
Considerando el delito como homicidio en grado de tentativa, el fiscal ha pedido para el anciano acusado, la pena de cinco años de prisión menor e indemnización al perjudicado de 500 pesetas.
La causa se había celebrado hace algunos meses, ante el juzgado de Manresa y considerándolo como juicio de faltas, por cuyos hechos fué absuelto libremente al que hoy se considera como homicida.
El público que asiste al juicio pertenece en su mayoría al pueblo de Navarclés. Por boca de ellos nos hemos enterado antes de ver al enano anciano procesado, de que éste es considerado en el pueblo como persona de intachable conducta.
La misma voz del pueblo nos hace saber que el otro Juan, la presunta víctima, es huraño y rencoroso: tiene pocos amigos en aquella localidad por su carácter desabrido y hechos poco esclarecidos. Los resentimientos entre los dos Juanes datan de hace muchos años.
Nos dice una vecina de Navarclés, — muy enterada por lo visto y oído de lo que allí ocurre—, antes de la guerra de Liberación, uno de éstos Juanes (no pudo precisar cuál de ellos) dejó una herramienta al otro. Y aquél no se la devolvió jamás. De este hecho se sucedieron las palabras y los múltiples insultos en público. Después vino el odio largamente alimentado.
Cuando casualmente los dos Juanes se cruzaban por alguna de las calles de la población, en lugar de saludarse, se escupían a la cara olímpicamente, con una violencia medieval. Era desde luego, el espectáculo del pueblo.
Hasta que llegó el día, que por lo visto, el que se sienta hoy en el banquillo no pudo soportar más la presencia del otro y trató de vengarse de todas las humillaciones que había recibido.
Ver declarar al anciano procesado resulta inaudito. No se entiende ni una palabra de lo que dice. Únicamente advertimos que niega rotundamente la acusación del fiscal. Pero lo niega a gestos y barboteando entre dientes en una extraña salmodia cuanto ha ocurrido.
El presidente y los magistrados demuestran una paciencia infinita al intentar descifrar lo que el vejete quiere significar en su declaración. Casi cada frase ha tenido que ser repetida por el acusado, que no las tiene todas consigo.
En una ocasión nos ha parecido oirle decir, que el otro Juan le había, agredida primero y que él se defendió; que siempre era insultado por éste y que además, que él — se refería a la presunta víctima — era casi el doble de alto.
Los setenta y pico de años del acusado, justifican todas las actitudes raras del mismo y admiten una cierta benevolencia en las palabras que pronuncia con marcado acento catalán, un catalán antiguo y pueblerino.
Después de declarar, el vejete Juan da muestras de cansancio, y su estado parece aún más anémico. Al sentarse de nuevo en el banco de los acusados, dice mezclando las lenguas:
Siempre, li deia que me dejase en paz. Sempre m'humillava.
Transcurren unos segundos y entra en la Sala, como testigo, el otro Juan: el que fué agredido.
La multitud de espectadores prorrumpen con un ligero y unisono «buuuu...». como si se tratara de la aparición del «malo» en una película del Oeste.
Realmente su aspecto no es simpático. Tiene la cara grande, la nariz y las orejas desmesuradas, el pelo castaño claro y su estatura dobla la del procesado.
La explicación de los hechos que relata al tribunal es vaga e inconcreta. Mixtifica el idioma de tal forma que tampoco hay manera de saber a ciencia cierta lo que ocurrió. El testigo no está capacitado para ser orador, ni algo que se le parezca. A duras penas nos enteramos de que es el ultrajado, humillado y agredido. El lio es sensacional. Las explicaciones prolijas, inconexas, complicadísimas. Un verdadero cienpiés.
Después desfila otro testigo; el hijo del procesado. Un hombre bajito de 39 años, que — naturalmente — afirma que su padre era constantemente ultrajado y humillado en público, por el otro Juan.
El ambiente de la Sala es favorable al vejete procesado. Por si fuera poco le defiende el letrado, don Enrique María Ripoll que es el abogado que ha defendido a más reos de un tiempo a esta parte, obteniendo para muchos de ellos la absolución. Este caso no podía fallarle.
Cuando ha terminado el juicio, Juan, el procesado ha salido lentamente de la Sala y en el pasillo ha saludado cordialmente a toda la vecindad de Navarclés que le aguardaban ansiosamente y con alborozo para demostrarle que estaban a su lado. Mientras corresponde a los saludos, el vejete adquiere una sonrisa tan simpática y orgullosa, tan bien humorada como la de «Popeye».
Y lo que se reirá el simpático vejete de setenta y dos años cuando le comuniquen que ha sido absuelto por el Tribunal...
TRÉBOL"